
Estaba a punto de cumplir 34 años. Habían pasado diecisiete años desde su debut en la Primera División francesa con el Cannes, en un partido ante el Nantes, aunque no fue hasta dos años después cuando pudo celebrar su primer gol, precisamente ante el mismo rival. Aquel tanto y aquel primer baile de celebración fueron para Veronique, la que más tarde se convertiría en su mujer.
El Girondins de Burdeos y la Juventus, el club que le abrió las puertas de la gloria y que le permitió ganar el Balón de Oro, disfrutaron de su elegancia y sus controles imposibles sobre el césped. Hasta que llegó Florentino. Después de la Eurocopa de Francia 2000, en la que Zizou se proclamó campeón, el mandatario blanco se encaprichó de él. En una gala de la Fifa le pasó una nota a escondidas: “¿Quieres venir al Madrid?”. En 2001 se convirtió en el fichaje más caro de la historia del fútbol hasta el momento: 78 millones de euros.
Allí por donde pasó fue dejando su rastro de ruletas y de rivales tendidos en el suelo tras intentar cortarle el paso, y en el Real Madrid no iba a ser menos. Una jugada cualquiera: Zizou lanza un pase a donde aparentemente no ocurre nada, pero pronto ocurrirá Rául, o Morientes. Trucos del Mago, del cinco blanco. Y en Glasgow, el gol que valió la Novena. El balón llega a la altura de Zidane, que levantando su pierna izquierda –la mala- por encima de los límites de lo humano logra empalmar una volea grabada para siempre a fuego en la memoria de los aficionados de Concha Espina.
Pero Zidane ya era un mito desde mucho antes. Sólo él, un hijo de argelinos nacido en uno de los barrios más humildes de Marsella, logró que Francia se olvidase de sus prejuicios racistas cuando levantó la Copa del Mundo de 1998, con dos goles en la final. Al grito de “Zidane presidente”, los franceses lo aclamaron por las calles de París, en festejo sólo comparable al que se vivió para celebrar el fin de la ocupación alemana. En 2000 repitió la proeza en la Eurocopa de Bélgica y Holanda.
“El fútbol me lo ha dado todo. El fútbol y la familia son lo más importante de mi vida. Lo he dado todo para que la gente disfrutara. Ahora me quedan tres partidos aquí y quiero terminar de la mejor manera”, dijo aquel 26 de abril de 2006.
El Villarreal fue el invitado de honor en su despedida del Bernabéu el 7 de mayo. “Merci, merci”, le ovacionaron aquel día los aficionados merengues; firmó un gol y lloró como un niño abrazado a Iker y Raúl. En su último partido con la camiseta blanca, ante el Sevilla, Zizou cayó derrotado, pero dejó su último tanto como madridista.
Pero aquel “quiero terminar de la mejor manera” no se pudo cumplir con la camiseta bleu. Millones de aficionados olvidaron la elegancia que le caracterizó durante toda su vida deportiva cuando en la final del Mundial de Alemania 2006, el último partido de su carrera, propinó un cabezazo al italiano Marco Materazzi. Aquellos insultos acabaron con la paciencia del Mago, que se marchó para siempre con un gol a lo Panenka, una roja y mirando de reojo una copa que se les escaparía en los penaltis.
El fútbol perdía a una estrella y ganaba un mito. En aquella rueda de prensa en Valdebebas, Zizou designó sucesor. “Hay un jugador que está jugando de maravilla, Ronaldinho, y todo el mundo lo está viendo. Es un ejemplo para todos los niños”. Pero el Gaucho despreció el cetro por una gloria mucho más lujuriosa; el Rey quiso abdicar, pero no hubo heredero. En la casa blanca todavía se le espera.
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