martes, 1 de marzo de 2011

El ángel de las piernas torcidas



“Maestro, cuándo es la final?”, le preguntó a Aymore Moreira, seleccionador de Brasil, justo antes de la del Mundial de Chile ‘62. “Hoy”. “Ah, con razón hay tanta gente”. 90 minutos después vencía a Checoslovaquia por 3-1 y se coronaba campeón del mundo por segunda vez. Socarrón y despreocupado, así era Garrincha, ‘a alegría do povo’ –alegría del pueblo-.

Manoel ‘Mané’ Francisco dos Santos es un nombre que no significa nada para los aficionados al fútbol. Fue el apodo que le puso su hermana Rosa, Garrincha –un pájaro tropical torpe pero muy veloz-, el que le hizo ascender a la gloria y le acompañó hasta la miseria de sus días finales.


Mané nació el 26 de octubre de 1933 en Pau Grande, cerca de Río de Janeiro, séptimo hijo de un guardián de fábrica. No parecía llamado a hacer nada destacable en la vida: con pocos meses, los médicos anunciaron a su madre que nunca llegaría a caminar. Nadie imaginaba entonces que aquel niño con la pierna izquierda seis centímetros más corta que la otra y torcida hacia la derecha, la columna vertebral desviada, varios defectos en los pies y aquejado de poliomielitis se iba a convertir en uno de los mejores regateadores del fútbol moderno, en el ‘anjo de pernas tortas’ –ángel de piernas torcidas-.

Por sus evidentes taras físicas lo rechazaron en el Fluminense, el Vasco da Gama, el América de Río e incluso el modesto São Cristovão. “Ahora ya vienen hasta los inválidos”, dijo el técnico del Botafogo encargado de seleccionar a los nuevos futbolistas cuando lo vio llegar. Sólo la intervención de su amigo Djalma Santos, conocedor de su instinto para el regate, hizo que Garrincha dispusiese en el Botafogo de su primera oportunidad para triunfar. Y no falló. Debutó en 1953 y en 609 partidos con el equipo sumó 252 goles, una cifra impresionante para un extremo derecho. El primer Campeonato Carioca de los tres que logró llegaría en 1957, en una final recordada por los aficionados del club blanquinegro: el Botafogo ganaba por 6-2 al Fluminense y estaba a un paso de hacerse con el título; el técnico del Fluminense, Tele Santana, desesperado porque los dos marcadores de Garrincha durante el partido le habían suplicado el cambio, se acercó a Nilton Santos, compañero de juego de Mané. “Ya sois campeones; haz el favor de decirle a Garrincha que deje de poner en evidencia a nuestros hombres”.

Mané creaba admiración y miedo. Lo que para cualquier jugador normal era imposible, él lo podía repetir las veces que quisiera. Y en los ojos de su entregada torcida, que aprendió a reír con él, una imagen: en el extremo derecho, pegado a la línea de cal, esperaba a su adversario; amagaba para un lado y para el otro, salía disparado y frenaba en seco; con el rival ya rendido y con un rápido quiebro de cintura, se iba por donde quería. “Cuando él estaba allí, el campo de juego era un picadero de circo, la pelota un bicho amaestrado, el partido, una invitación a la fiesta (…) La pelota y él cometían diabluras que mataban de risa a la gente”, escribe el escritor uruguayo Eduardo Galeano en su libro El fútbol a sol y sombra (1995). Y en el camino, los rivales se chocaban entre sí.

Sus cualidades no pasaron desapercibidas para Vicente Feola, seleccionador brasileiro, que lo convocó para el Mundial de Suecia ’58 junto a otro joven prometedor: Pelé. El síndrome del Maracanazo estaba todavía muy presente; ni o Rei ni Garrincha jugaron los dos primeros partidos del campeonato. João de Carvalahães, psicólogo de la canarinha, había declarado que Mané era “un débil mental no apto para desenvolverse en un juego colectivo” y que tenía una cota de inteligencia similar a la de un niño de ocho años. Tuvieron que ser sus compañeros los que pidieran a Feola que debutaran en el último encuentro de la fase de grupos ante la Unión Soviética. Y fue el partido perfecto para los dos suplentes negros de jugadores blancos. Su colega de selección, Nilton Santos, aún recuerda aquel partido: “Los soviéticos nos marcaban al hombre, pero, de repente, comenzaron a amontonar gente en el lado izquierdo de su defensa”. Se llevaron el partido y días después el campeonato tras vencer por 5-2 a la anfitriona, Suecia. Con Pelé y Garrincha juntos en el campo, Brasil nunca perdió un partido. “Pelé era un deportista nato, pero Garrincha era un artista”, asegura el periodista brasileño Armando Nogueira. Más allá de las fronteras cariocas, el mundo discute sobre Pelé o Maradona. En Brasil, el debate es otro: Pelé o Garrincha. Eran opuestos y a la vez complementarios; O Rei era el profesional modélico, Garrincha, amateur de espíritu.

Para Mané, el de Suecia fue un “torneo menor, con varios partidos de entrenamiento y una final algo más disputada”. Porque para Garrincha el fútbol era sólo un juego. Se lo pasaba en grande, y todos con él. “La jugada que más recuerdo fue en Italia, en 1958, cuando nos preparábamos para el campeonato Mundial de Suecia. Creo que fue contra la Juventus. Agarré la pelota en mitad de la cancha. Empecé a regatear a todos los que me salían, hasta el portero. Llegué solo frente a la portería. Entonces cogí la pelota con las dos manos. Ya no tenía gracia seguir”, dijo en una entrevista a la revista argentina El Gráfico (1975).

La gloria eterna le llegaría cuatro años después, en el Mundial de Chile ’62. Pelé cayó lesionado en el segundo partido y Garrincha centró todas las miradas. Su paso por el campeonato sólo es comparable al de Maradona en México ‘86. Imposible olvidar su partido en semifinales frente a Inglaterra, en el que marcó dos de los cuatro goles que le hicieron ser máximo goleador ex aequo del torneo. Al día siguiente, el periódico chileno El Mercurio abría con un sorprendente titular: “¿De qué planeta procede Garrincha?”. Tras la final, en la que vencieron a Checoslovaquia, se le acercó un periodista: “Por favor, dos palabras para este micrófono”. “¿Dos palabras? Adiós, micrófono”.

Marcó 17 goles en sus 60 partidos con Brasil, de los que ganó 52, empató siete y sólo perdió uno: contra Hungría (3-1) en Inglaterra ’66. Y después, el ocaso.

Mané tenía dos debilidades: las faldas y el alcohol. “Yo no vivo la vida, la vida me vive a mí”, era su lema vital. Se casó tres veces y tuvo 14 hijos reconocidos. Fumaba desde los diez años y no perdía la ocasión de beber hasta quedar sin sentido. Pero no fue el alcohol quien acabó con su carrera. Se operó de los dos meniscos y empezó su calvario; se arrastró por el Corinthians, el Flamengo, el Olaria o el Atlético Junior colombiano hasta retirarse en 1972.

Su vida de excesos lo condenó muy pronto. El 20 de enero de 1983, con 49 años, se fue para siempre en la favela donde pasó sus últimos años, borracho y solo, cuidando pájaros. Y en la más absoluta pobreza, algo paradójico para Armando Nogueira: “Garrincha es el único jugador del mundo que hizo millonarios a seis compañeros de equipo, sirviéndoles goles hechos: Amarildo, Altafini, Vavá, Paulo Valentim, China y Chinezinho”. Lo mató una cirrosis. Era verano en el cono sur. Su gente, la que tantas veces le había jaleado en el campo, se echó a las calles de Río para despedir a su ídolo al paso del cortejo fúnebre, que lo llevó desde su adorado Maracaná hasta Pau Grande. Parecía carnaval.

28 años después, ‘a alegría do povo’ sigue presente en el corazón y en la vida de los brasileños. Estadios y colegios llevan su nombre, sobre todo en su localidad natal. Brasil no olvida quién les enseñó a sonreír.

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